Lo que me comí en Cerdeña
Mi descubrimiento de la cocina sarda, la Semana Santa anterior, fue de lo más apasionado. Con el Alguer como base de operaciones, me dediqué a descubrir la costa noroccidental de esta preciosa isla, la segunda del Mediterráneo. Fueron sólo cuatro días: vi lo que pude y lo mismo me comí. Me supo a poco y prometí volver, con más tiempo y hambre renovada.
La cocina de Cerdeña tiene múltiples influencias -la catalana entre ellas- y es muy variada, como corresponde a su filiación mediterránea.
Pero le gana en contundencia al tratarse de un pueblo ganadero, con platos típicos como el cibettino, ternera rellena de cochinillo que a su vez contiene una liebre: ahí es nada. También hay una amplia variedad de quesos, entre los que destaca el pecorino y el fiore sardo, ambos de leche de oveja. Para hacerse una idea conviene disfrutar en algún momento de un assortimenti di formaggi, acompañado por alguno de los vinos de la isla, como el popular cannonau. Lo hicimos en el restaurante Borgo S.Ignazio, en Bosa, una ciudad que vale la pena visitar sin duda alguna.
De entre los productos de la tierra es fundamental el trigo, con el que se elabora una gran tipología de panes. Desde las spianadas, de consumo cotidiano, al pan carasau, unas láminas circulares crujientes que se conservan meses en buen estado, ya que las llevaban consigo los pastores trashumantes. También probé las deliciosas panadas, unas empanadas de carne individuales muy parecidas a las mallorquinas.
Nada más pisar tierra italiana nos desquitamos de comer pasta, que no faltó en nuestro menú ninguno de los días del viaje. Sobre todo culurjonis, los raviolis autóctonos: memorables los de requesón y los de alcachofas. Estos últimos los compramos en una panadería, aprovechando que muchas venden pasta fresca.
Ya el primer día dimos buena cuenta de unos gnocchetti (que no gnocchi, de patata): una pasta de trigo duro con forma similar a una caracola vacía, que nos sirvieron a la boloñesa. También probamos, incorporada a la pasta, la emblemática bottarga: huevas de mújol o de atún saladas y deshidratadas. Aunque en el restaurante De Antonio, de Stintino, me la pusieron mezclada con salsa pesto, sola sobre unos espaguetis bastaría. Me traje un tarrito para corroborarlo yo misma.
Mención aparte merecen los postres. Para llorar las seadas (también sebadas): una pasta redonda cerrada a modo sobre, rellena de queso fresco (pecorino, según los puristas), frita y recubierta, según el gusto, de azúcar o de miel. También las tumbarellas, dulces empanadillas rellenas de requesón, similares a los mallorquines rubiols. Típicos de Semana Santa, además de las Monas como en Cataluña, son los tiricche, pastitas de hojaldre rellenas de almendra y sapa.
En fin, una oferta gastronómica inabarcable, como inabarcable puede volver quién se entusiasme con ella. Yo misma sin ir más lejos: al llegar a Barcelona había engordado tres kilos.