Vatel, el maître que se hizo el haraquiri
Tal día como hoy, un 24 de abril, François Vatel subía a su habitación, ponía la espada contra la puerta y se atravesaba el corazón. El hombre que creyó tener entre sus manos tener el destino de Francia no era ningún estadista. Corría 1671 y Vatel prefirió ahogarse en su propia sangre antes que asumir el fracaso en dar de comer a Luis XIV a la altura de las circunstancias.
El Rey Sol, acompañado por toda su corte, se había personado en el palacio de Chantilly, donde Vatel ejercía de cocinero y maestro de ceremonias al servicio del Príncipe de Borbón-Condé, arruinado y caído en desgracia tras haber participado en la rebelión nobiliaria de la Fronda contra el monarca. Para conseguir de nuevo su favor y conseguir capitanear sus tropas en una nueva guerra contra Holanda, a Condé se le ocurrió organizar la llamada Fiesta de los Tres Días, un fenomenal festín con toda la extravagancia necesaria para impresionar a Luis XIV.
Tres mil invitados de la corte de Versalles, con sus mejores galas y apetito, se plantaron en Chantilly. Vatel, que sólo tuvo dos semanas para preparar los fastos, se puso manos a la obra y diseñó cada día de acuerdo a una temática.
De la gloria del Sol a un mar de hielo
El primer día lo dedicó a la gloria del Sol, la abundancia de la naturaleza manifestada en un derroche de árboles, pájaros, frutas, flores y mariposas. En el segundo representó como el Sol destrona a la noche, a base de fuegos artificiales sobre un lago que iluminaron la cena. El evento culminaba con un festín de pescado presentado sobre un mar de hielo, como tributo de Neptuno a Helios, el dios del Sol.
Al ponerlo al tanto del programa, Condé expresó su temor a que, entre tanta estatua de hielo, Luis XIV se resfriara. Vatel le explicó que los braseros se encenderían una hora antes del banquete: en tal caso el hielo se fundirá, replicó Condé. “Le he prohibido que se funda, Alteza”, fue la respuesta.
Con este brío, Vatel fue enfrentándose uno a uno a los contratiempos que se le planteaban. Multitud de ellos, ya que su trabajo no se limitaba a la cocina: también era responsable de las truculentas escenografías y de acomodar a los invitados en las estancias según su relación con el monarca. Próxima a la cámara real estaba Anne de Montausier, una sublime cortesana que iba camino de ser la favorita de Luis XIV. Al segundo día, retozaba con Vatel en su tiempo libre.
La suntuosa película que recoge todos estos hechos, estrenada en Cannes en el 2000, muestra a un maître tan resuelto como enfebrecido, que nada más empezar debe plantar cara a los proveedores, a los que apremia con abracadabrantes pedidos pese a que Condé, hasta nueva orden en bancarrota, no les paga.
Inventar la crema de Chantilly, curar la gota
Ya en la primera cena, se presentaron más comensales de los esperados y un par de mesas se quedaron sin faisán asado. Según la leyenda, Vatel inventó la crema de Chantilly inspirado por la necesidad, sustituyendo por azúcar las claras de huevo en mal estado. El segundo día uno de sus mozos murió atrapado en el intrincado sistema de poleas y engranajes que daba paso a los fuegos artificiales con los que el Sol derrotaba la noche. Los cortesanos, aplaudiendo el espectáculo con la boca llena, ni se dieron cuenta.
Así sucesivamente, Vatel sacrificó a sus loros para aplacar con la sangre de estos la gota de Condé, quien sin embargo se jugó a su maestro de ceremonias con Luis XIV a las cartas. A pesar de todo, el banquete avanzó a buen ritmo hasta el reto final: conseguir el pescado suficiente para la cena neptuniana a pesar de la tormenta que azotaba a la costa.
“¿Eso es todo?”
Previsor, Vatel había encargado el pescado en varios puertos para asegurarse el suministro. Pero en el momento de la verdad, sólo llegaron unos pocos capazos de pescado. “¿Eso es todo?”, preguntó el cocinero, exhausto. Fue entonces cuando, creyendo que no completaría su misión, se encerró en su cuarto.
Mientras Vatel se hacía el haraquiri, más carros repletos de pescado arribaron a palacio. Como otros grandes tipos, el cocinero se suicidó vencido por razones que acabaron por desvanecerse por sí mismas. Es el caso del escritor judío Stephan Zweig, quien a buen recaudo en Brasil de los nazis se quitó la vida en 1942 tras ver a Europa “destruirse a sí misma”. O del autor de La Conjura de los Necios, John Kenedy Toole, que se suicidió a los 31 años por no conseguir publicar esta novela, premio Pulitzer tras ver la luz gracias a la testarudez de su madre.
Volviendo a Vatel, su muerte no empañó el éxito de la Fiesta de los Tres Días. Su señor, el Príncipe de Borbón-Condé, logró su propósito de encabezar la guerra contra Guillermo de Orange. Anne de Montausier se retiró de la corte. Y Madame de Sévigne, consternada por el episodio, dejó constancia para la posteridad en sus cartas.
Valga como epitafio una frase que Gérard Depardieu, Vatel en la ficción, dijo durante el rodaje: “Hay hombres demasiado nobles para vivir entre aristócratas”. Grande él y grande Uma Thurman en el papel de su querida cortesana. Sólo por los dos protagonistas y por la exquisita ambientación vale la pena ver la película de una historia de lo más suculenta.