Paella en la Barceloneta, primer intento

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Días como estos hay que aprovecharlos. Y más si se presentan a finales de septiembre. Porque el verdadero lujo, señores, no se compra con dinero. No hablo aquí de ñoñerías tipo el amor verdadero, que como decía mi abuelito bien puede entrar por el meadero, sino de cosas más tangibles. Tipo la juventud, la salud, la belleza o este solazo en pleno otoño. Luego una se va a Irlanda, por ejemplo, y después de cuatro meses poniendo a prueba la versatilidad de la patata mientras ve llover, se cae del caballo.

Días como estos hay que aprovecharlos, pensé yo aquel 29 de septiembre. Yo y media Escandinavia. Y los desembarcados de la pérfida Albión. Qué decir de Italia, país hermano. Aquel domingo Gaudí palideció al otear desde el cielo sus monumentos más visitados. ¿Dónde están mis guiris?, pensaría. Debió indignarse un hombre tan frugal, que nutría su genio a base de frutos secos, al descubrirlos en la Barceloneta zampando paella como si la Sagrada Familia no existiese.

También me indigné yo al llegar al paseo Joan de Borbó, la milla de oro de los restaurantes arroceros, y tardar más de media hora en encontrar un anclaje vacío del Bicing. Los muchos barceloneses que prestan sus carnets a las hordas invasoras no hacían presagiar nada bueno. En efecto, nada bueno ocurrió. Tocadas las tres conseguí entrar por las puertas de la Mar Salada: habíamos reservado mesa para seis, que si no al igual. Imposible mantener una conversación con quien se sentara a tu lado sin desgañitarse en el interior de este recoleto local, abierto en 1993 y decorado con motivos marineros.

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Fuimos a lo fácil. De entrantes pedimos coca de vidre amb tomàquet, chipirones a la romana y calamares a la andaluza, estos últimos aderezados con mayonesa y soja. Nada que objetar, todo muy correcto. De segundo decidimos compartir, transcribo la carta, una fideuá con buey de mar -nos dieron gambas por bèstia grossa- y un alioli que nunca llegó. Sabroso debido al consistente caldo base, quizás sabroso en demasía: un pelín salado para mí, aunque esto va a gustos. Y una paella con gambitas de la Barceloneta que también se perdió por el camino y de la que, tras media hora de espera una vez acabada la fideuà, decidimos prescindir y pasarnos directamente a los postres. Resultaron ser lo más interesante de la Mar Salada y tienen nombre propio, Albert Enrich. Yo me pedí crema de yogurt con sorbete de manzana de verde: me gustó el contraste de sabores y texturas. La deconstrucción del clásico crocanti me pareció también original.

En total, los entrantes, una fideuà en teoría para tres pero que llenó el plato de los seis comensales, una botella de vino y numerosas de agua -¿la culpa fue de la fideuà?-, postres para todos y un café con hielo nos salió a 22 euros por cabeza. Un precio asumible para un restaurante del que no dudo que habrá tenido días mejores aunque, seguramente, más nublados.

Restaurant La Mar Salada

Pg. Joan de Borbó, 58-59

08003 Barcelona

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