Las gachas dulces de la abuela Concha

Pocas veces, por no decir ninguna, abres el mail y te encuentras con el trabajo hecho: una receta de regalo acompañada de una historia tan especial. Sucedió el otro día gracias a Silvia Cruz, a quien conocí en Factual, un diario digital que vivimos como un amor de verano. Es decir, duró cuatro días -meses, para ser justos- pero qué disgustazo nos llevamos al vernos despojadas de tanta intensidad.

Silvia escribía entonces sobre crimen, en Factual una heterogénea sección donde además de sucesos cabían las guerras, los atentados o la foto de este post por ejemplo, que es lo único hecho por mi y que también podría calificarse como tal. Yo informaba sobre política. Años después, Silvia y yo hemos cambiado de tema y sólo escribimos gratis por amor a nuestros blogs: el suyo, De cal y canto, sobre flamenco. Como siempre, aquí o allí, la Cruz lo hace todo fácil, rápido y bonito. Y si no vean, ahora que toma la palabra.

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foto_gachas

Pasé parte de mi infancia y mi adolescencia en Baena, un pueblo de Córdoba. La víspera de Todos los Santos las calles se llenaban de gente que iba camino del cementerio a limpiar tumbas sobre las qué ponían flores, casi siempre crisantemos. En mi casa, mi abuela encendía unas velas chiquitas que hacía flotar en un gran cuenco y que duraban toda la noche y parte del día 1. Decía que ayudaban a guiar a los muertos.

Pero lo que más recuerdo son las gachas dulces, que no se comían nunca (y nunca quería decir nunca en boca de mi abuela) el resto del año. No sé cuál es el origen de este postre, pero si hago caso de lo que me contaba mi abuela, parece que una superstición tiene la culpa. Ella me explicó que con la mezcla de agua y harina se formaba una masilla con la que taponaban cerraduras y rendijas de las casas la noche de Todos los Santos para que no se escaparan las almas de los muertos propios ni entraran los espíritus extraños. Si sobraba parte de esa masa, a la mezcla se le echaba azúcar o miel y se convertía en una cena dulce.

No sé qué rigor tiene esta historia como para aceptarla sin más como el origen de las gachas andaluzas, a las que en algunos pueblos se llaman gachas cordobesas, aunque me consta, por amigos y compañeros de estudios, que en algunas zonas de Jaén se preparan exactamente igual. La única diferencia que yo he encontrado está en los frutos secos, pues en algunas casas solo se las acompaña con el pan frito.

Mi abuela Concha falleció este año y aunque nunca las hice y siempre las comí de sus manos, este año voy a prepararlas para recordarla. No sé si taponaré las cerraduras con masa de harina y agua porque a mi los muertos, la verdad, no son precisamente los que me dan miedo.

Ingredientes para seis personas

* 250 gramos de harina de trigo

* 750 ml de leche

* 2 vasos de agua

* Un vaso de aceite de oliva

* 4 cucharadas de azúcar

* Pan del día anterior hecho trocitos

* Matalahúva (o anisetes)

* 50 gramos de almendras crudas y peladas

* 50 gramos de nueces

* Una ramita de canela

* Miel

Preparación

1. Se calienta el aceite en una cazuela (sartén también sirve) y se fríe el pan hecho trocitos. Se dora y se reserva sobre papel absorbente para que suelte el exceso de aceite.

2. En el aceite que queda se tira la matalahúva y se fríe pero poco rato para que no se queme porque si no, amarga. Antes de que eso suceda, se tira la harina y se remueve para que se mezcle con el aceite y se tueste con el objetivo de que no quede cruda. La mejor manera de ligarlo todo es con las varillas.

3. A continuación se echa la leche, el agua y la rama de canela. Aquí hay que tener cierta traza porque la idea es ir ligándolo todo, sin dejar de mover, en un proceso muy parecido al de hacer bechamel.

4. Hay que ser paciente porque los grumos se resisten pero cuando empiecen a desaparecer, se echa el azúcar y se sigue removiendo.

5. Cuando la mezcla coja cierta consistencia (pero que no esté apelmazada, tiene que permitir mover las varillas con soltura) y haga pompitas se le echan los frutos secos y los trozos de pan. Se remueve todo y la cazuela se retira del fuego.

6. Es un postre contundente y recuerdo que mi abuela las servía en raciones pequeñas y templadas, ni muy caliente, ni frías. Y recuerdo también que, a pesar de su contundencia, ella les daba su toque de golosa empedernida en forma de hilillos de miel por encima.

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