La Boqueria o el síndrome de ‘El Perfume’

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El síndrome de El Perfume amenaza con devorar nuestra ciudad. Como le ocurrió al pobre Grenouille, que elaboró una esencia celestial a base de destilar doncellas muertas y en mala hora destapó el frasco para embadurnarse en medio de la turba. Todos quisieron un pedacito suyo y le acabaron linchando en consecuencia. “Por primera vez habían hecho algo por amor”, remató Süskind su novela.

Tal sombra planea sobre Barcelona, que en 2013 revalidó el único récord que bate cada año con 7,5 millones de turistas. Entre lo más visitado de la ciudad, un mercado rivaliza con la mismísima Sagrada Familia: la Boquería, como no, con su arco de entrada modernista. Inaugurado oficialmente en 1840, fue lugar de venta ambulante desde el siglo XII. Entonces y ahora, su desarrollo ha corrido en paralelo al de las Ramblas. En 2005 lo declararon en Washington el mejor mercado del mundo, cuatro años después le chifló a Gwyneth Paltrow. Tras recorrer España para el programa gastronómico On the road again, la actriz declaró que nada le había fascinado tanto como la Boqueria, “uno de los mercados más bonitos y vivos del mundo”.

Sin duda lo era. Yo misma compraba allí los sábados por la mañana a pesar de tener que coger el metro para acercarme. Pescado casi siempre, por calidad y precio el paseo valía la pena: disfrutar del ambientazo, más que nada. Comía unas tapas en el bar Pinotxo e incluso me bebí, lo confieso, algunos de esos zumos iridiscentes que hoy colonizan la mayoría de las fruterías.

He dejado de hacerlo, pensé ayer por la mañana, mientras leía en el periódico que el Ayuntamiento de Barcelona ha decidido poner coto. A petición de la Asociación de Comerciantes de la Boqueria, prohibirá la entrada a grupos superiores a quince turistas los viernes y los sábados por la mañana. Dos atribulados vigilantes velarán porque se cumpla una medida, por otra parte, no inédita. Otros mercados turísticos, como el del pescado (Tsukiji) de Tokio, han puesto en marcha limitaciones parecidas. Allí los turistas, yo misma el verano pasado, se hacían el sueco con los vigilantes.

“Vivimos de esto”, resume el dueño de una de las paradas más cercanas a la entrada principal de la Boqueria. Prefiere no dar la cara. Corrobora que “la señora que viene con el carrito” es una especie en extinción, abrumada además por los empujones, los flashes y el eventual robo de carteras. Según defiende, la transformación de la Boquería es inevitable y los comerciantes a favor de que se limite la entrada de turistas, “una minoría que hace mucho ruido”.  En su opinión, hace tiempo que la Boquería no se sustenta con la venta al detalle, sino que sobrevive gracias a los restaurantes que se proveen del mercado y a los turistas. “Es lo que hay”, se encoge de hombros a modo de despedida.

Me marcho yo también, no sin antes darme una vuelta por las carnicerías y pescaderías que mantienen el tipo. Por el camino me pregunto a cuanta ciudad hay que renunciar para poder vivir de ella.  Sin que la devore la turba. IMG_20150408_194936111 boqueria3

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